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La vocación radical

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Por: Dra. Ruth Padilla-DeBorst. Rectora del CETI Continental. Es escritora y conferencista internacional. Coordinadora de International Fellowship for Mission as Transformation. Tiene un Doctorado en Ética Social y Misionología (Boston University).


“Ante todo, que se hagan plegarias, oraciones,
súplicas y acciones de gracias por todos.”
1 Timoteo 2.1

Como todo buen judío, Jesús celebró la tradicional cena judía de los Panes sin Levadura junto con sus discípulos. Aunque estaba agobiado por el peso de lo que le esperaba, no se aisló para esperar su destino en soledad; más bien, eligió compartir en comunidad. Pero comenzó la velada con un acto culturalmente insólito y absolutamente desconcertante para los pescadores y trabajadores que lo habían acompañado por unos tres años. Nos cuenta el relator de buenas noticias (evangelista): 

“[Jesús] se levantó de la mesa, se quitó el manto y se ató una toalla a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y comenzó a lavarles los pies a sus discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba a la cintura.” (Juan 13:4-5)

¿Qué lo motivaría a asumir el papel típicamente esperado de un siervo, el empleado más bajo en el escalafón en todo hogar? Explica Juan que:“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.”(13:1)

Esta tarea de ninguna manera era su deber como maestro. De hecho, era un acto indecoroso arrodillarse y lavar los sucios pies de esos hombres que habrían caminado por los polvorientos del campo y la ciudad para reunirse esa noche. Pero Jesús fue movido por un amor aparentemente ilógico por esta banda de seguidores ciegos y aún traicioneros, quienes aún luego de tres años de convivencia todavía no comprendían quién era él ni para qué había estado entre ellos. 

Ahora, él sí era consciente de su identidad y su vocación. 

“Sabía Jesús que el Padre había puesto todas las cosas bajo su dominio, y que había salido de Dios y a él volvía.” (13:3)
 
El inesperado servicio de Jesús no fue un acto forzado para ganarse adeptos ni el favor de su Padre. Fue una expresión enraizada en su confiado reconocimiento de su identidad como Hijo de Dios. Fue un acto subversivo –que subvertía el opresivo orden social esperado– que expresaba naturalmente su vocación, el para qué de su presencia entre ellos. Es que Jesús era plenamente consciente de que, como él mismo les había dicho mientras entraban a Jerusalén días antes, no había venido al mundo para ser servido sino para servir. Fue una acción anticipatoria de su servicio final e insuperable: su entrega en manos de los envidiosos y auto-serviciales líderes religiosos y de las opresoras garras del imperio romano.
 
Es que, como bien sabemos, horas más tarde, Jesús tomó sobre sí el lugar del antiguo y tradicional cordero pascual. En Egipto, la muerte había pasado de largo frente a las casas marcadas con la sangre de un cordero. En Jerusalén, en esta Pascua, Jesús fue el Cordero. Los romanos anticipaban sublevación; los líderes religiosos se alistaban para capturarlo; los discípulos esperaban un glorioso levantamiento militar. La expectativa era que la violencia se cura con violencia.  Ciertamente, el carpintero de Nazaret hubiera preferido lograr su misión sin la cruz.

“Padre, si quieres, no me hagas beber este trago amargo”, rogó en Getsemaní. “Pero no se cumpla mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42).  Aún así, frente a la violencia institucionalizada de Roma, frente a las justificaciones religiosas que también privaban de vida plena a los fieles, frente a las expectativas militaristas de sus discípulos y el acto impulsivo de Pedro de quitarle con la espada la oreja a un soldado, frente a todo ello, Jesús detiene la violencia y en lugar de exacerbarla, se entrega. Con esa entrega rompe el ciclo de violencia sobre violencia.

Ahora, ¿qué de nosotras y nosotros hoy, cuando ni siquiera las iglesias que acostumbran hacer una ceremonia de lavado de pies entre hermanas y hermanos pueden hacerlo por las necesarias disposiciones de distanciamiento físico y las cuarentenas? ¿Cómo cumplir el mandato de Jesús, –que se amen los unos a los otros–demostrado tan gráficamente en este acto de entrega cuando ni siquiera podemos reunirnos? ¿Cómo servir al estilo de Jesús, volcándonos hacia otras personas, en días de COVID-19 si no podemos llevar comida a ancianos solitarios, acompañar físicamente a familiares enfermos, suplir las necesidades de tantas personas desempleadas o consolar personalmente a quienes están en duelo?

Sospecho que el ejemplo de Gregorio I, el obispo convertido en papa en el siglo VI y propulsor de muchas comunidades monásticas benedictinas y de lo que ha llegado a identificarse como el canto gregoriano, puede darnos pistas para responder a estas preguntas. Para Gregorio, una crucial acción de servicio, una expresión profunda de preocupación por otras personas, es la oración. Lejos de ser una herramienta de alienación y alejamiento de la realidad, la oración –que incluye lamento, confesión, petición y agradecimiento–, es una manera activa de servir. Lamentar honestamente el estado de la realidad nos pone de rodillas. Admitir delante de Dios que no podemos resolver las crisis que nos aquejan acrecienta nuestra humildad y nos moldea para pedir y recibir la provisión de Dios. Abrirnos a su gracia permite que crezca en nosotras el agradecimiento. Y sigue el ciclo de oración como vocación cristiana a favor de otras personas.

Frente a tanta devastación, podemos servir desde nuestra habitación: lamentar, admitir nuestra impotencia, humillarnos y clamar por la gracia de Dios no son escapismos. Son acciones concretas de vocación hacia otras personas. No son actos para ganarnos el favor de Dios ni para comprarnos el favor de la gente. En este jueves santo, podemos servir como lo hizo Jesús, orando a favor de gobernantes extraviados en sus egoísmos, a favor de pacientes y cuidadores en hospitales, calles y casas, a favor de quienes han perdido ya a sus seres queridos. ¡Oremos como acto de amor fervoroso en medio de la pandemia que acosa a la humanidad!